Emamnuel Iraem González/

Foto: Globe Studio (Agencia)

Al lector prevenido parecerá extraña la unión de palabras que encabeza este artículo. ¿No es el ateísmo, justamente, rechazo no sólo de la religión organizada, “institucional”, sino también del trasfondo de valores, prácticas y costumbres sobre los que emerge? ¿No se tratará de una ingeniosa boutade ilustrada más, como aquella famosa de Buñuel: “Soy ateo por la gracia de Dios”?

Las cosas son un poco más complicadas. Que en la negación siempre se conserva algún contenido de aquello que se niega es una idea no sólo brotada de la mollera de algún oscuro filósofo, si no que sale a luz todo el tiempo, del choque entre las cuestiones más triviales. Por ejemplo: cuando se habla un idioma extranjero, salvo raras excepciones, uno no se lo apropia por entero, siempre es hablado sobre el molde sonoro del que aprendimos de nuestras madres. Cuando un chino, un gringo, un francés o un árabe hablan español, podemos identificar su procedencia sin necesidad de mirarles a la cara.

Ocurre un proceso análogo cuando le damos la espalda a la creencia religiosa. Cuando un ateo se define sobre el fondo del catolicismo, en esta negación conserva el acento católico, que será distinto, incluso opuesto, al del ateo musulmán o el ateo budista. Porque, como ya dijimos, la negación no es independiente de aquello que niega.

Formulemos la cuestión con otras palabras: ¿Qué significa la presencia del catolicismo una vez purificado de sus elementos no religiosos, que son la “religión civil”, según decía Varrón, los ritos y ceremonias exteriores, como pudieran ser las procesiones de Semana Santa?

Progresistas, bienpensantes, cristianos de otras denominaciones, se fijarán en efectos considerados vicios, como el desinterés por la lectura, la falta de un “pensamiento propio”, el realizar las ceremonias sin convicción, la repetición mecánica de los dogmas, o la gazmoñería sexual -a pesar de que la Iglesia católica fue siempre la más tolerante y abierta de cuantas ha habido en estos asuntos.

Pero lo que buscamos son más bien pautas de conducta y creencias. Alguien que no es católico, ni creyente, ¿qué puede recoger, qué puede decir que queda del catolicismo? ¿Hasta qué punto debe a ese catolicismo y únicamente a él ciertos valores que prevalecen actualmente y que puede compartir con los católicos?

No se puede responder estas preguntas atendiendo al panorama confuso que nos ofrece el presente, donde predomina el irenismo y los límites borrosos. Descubrir lo que del catolicismo heredamos puede definirse confrontándolo con sus dos enemigos tradicionales: los protestantes y frente al Islam.

Frente a los protestantes, en la crítica a fondo del concepto de “conciencia subjetiva”, del libre examen, como concepto puramente metafísico, luterano. Cuando se afirma que sólo lo que nos dicta nuestra propia conciencia vale, que nuestra conciencia está por encima de toda ley y de toda tradición, este principio conduce a la destrucción de la cultura y de toda comunidad: lo que obtenemos, en lugar de una investigación seria de los hechos, es su acomodamiento para que satisfaga nuestros deseos; la subjetividad pasa por encima de la objetividad; la creencia viene primero y la información después, como sirviente de la fe. El fanatismo, la estupidez y la inmoralidad son invencibles cuando se establece que la conciencia y la convicción son supremas (“¡Esta es mi manera de ver y de hacer las cosas y nadie que no sea yo puede criticarla!”).

La tradición católica obliga realmente a plantear las cosas de otro modo. No es ni siquiera que una conciencia indisciplinada resulte insegura; es que no hay conciencia subjetiva, esto es un mito, la conciencia es objetiva, y únicamente cuando se dan razones, que involucran categorías y conceptos, argumentos, en un espacio lógico universal, es presentable al público.

La tradición católica conduce también a mantener el gusto por la teología, y por la filosofía escolástica, frente a la teología mística precisamente, el gusto por el razonamiento, en donde la teología es un modo de educar a todo el mundo, a todos los creyentes, en una actitud lo más alejada posible del que cree que no hay misterio que no se puede disipar, porque el ejercicio de la teología consiste en saber que se está sometiendo a la razón una materia inagotable, que en términos religiosos se denomina revelación; lo más alejada, también, de la retórica nebulosa de la buena voluntad y los buenos sentimientos, donde nada resulta seguro más que nuestras propias sensaciones, y que termina por desembocar en el nihilismo.

Contrariamente a la sabiduría moderna convencional, Iglesia católica es gran dispensadora de la mundanidad, es decir, concede una gran importancia al cuerpo. Eleva los actos animales –nacimiento, muerte, copulación- a sacramentos, reconociendo la necesidad bestial y santificándola, rodeándolos de significados “misteriosos” que ayuda a trascenderlos y encausar la imperiosa compulsión natural que nos arrastra.

La lucha del catolicismo contra el Islam se juega en buena medida en este punto, en la idea de que lo que nos hace individuos es el cuerpo (materia signata quantitate; dogma de resurrección de la carne), y opuesta a la idea de que la individuación viene por el alma, sostenida por cartesianos, jansenistas y musulmanes. Conocido por todos es el desprecio islámico por el cuerpo, que llega al extremo de prohibir toda representación de la imagen y figura humanas en el arte plástico, sustituido por motivos abstractos y geométricos; y que, en el plano socio-político, se traduce en el terrorismo suicida: una persona educada en la creencia de la santidad del cuerpo jamás buscara su destrucción total y deliberada.

Si lo que nos hace individuos es el cuerpo, entonces la configuración de nuestra “alma” y nuestra inteligencia deriva necesariamente de las operaciones que con él realicemos, fundamentalmente con las manos, y no de un gaseoso “Entendimiento Agente Universal”, especie de inteligencia que flotaría a nuestro alrededor, que no tiene nada que ver con los individuos. Cuestión liquidada por Santo Tomás en su disputa con Averroes.

El catolicismo, más que el cristianismo a secas (tanto la versión ortodoxa como el protestantismo reducen las personas divinas a Jesucristo, con el Padre en un oscuro segundo plano), con el dogma de la trinidad divina, tres personas en una, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que recoge una idea pluralista, se enfrenta también al monoteísmo fanático musulmán de estirpe aristotélica, unívoco y monolítico, que además está completamente desconectado de la historia al no reconocer que Dios se hizo carne, y no “alguna vez en algún sitio”, en la vaga oscuridad de los tiempos prehistóricos, sino en un lugar exactamente definido y en un tiempo precisamente determinado. Recordemos solamente que en la crónicas de la Reconquista se dice que los musulmanes luchaban con los politeístas hispanos, porque adoraban a tres dioses en lugar de uno.

Los católicos parecen haber olvidado, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, que no hay alianza posible con los protestantes ni con el Islam; que ahí donde predomina uno u otro, el catolicismo es destruido. La Yihad que no cesa y la penetración de sectas protestantes de todo tipo en nuestros países de habla española son tan solo la penúltima forma de esta antigua lucha. Parece que han de ser sus ateos los que tendrán que erigirse en defensores de la vilipendiada, pero irrenunciable herencia católica. Hay que saber que no hay armonía universal, que estamos en lucha permanente, e ignorar esto es estar en la higuera, completamente.

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