Crónicas Solitarias

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Foto: Elí García-Padilla

Los farolitos de la Central

Me dijo mi padre: al fondo de la calle Las Casas se veía una lucecita, y a ese lugar le llamaban El Farolito.

Eso sería en la segunda mitad de los años cuarenta, pienso, porque fue cuando dejaron la Mixteca y  llegaron a vivir a la ciudad de Oaxaca mi padre, mi madre y mi hermana Elena, la mayor de los siete que fuimos –cuatro mujeres y tres hombres, uno fallecido de niño–, que entonces tendría dos años.

Y sí, quizá sí, porque después de hurgar obsesivamente en el Archivo Municipal, Ulises Torrentera ubicó una cantina con ese nombre, inmortalizada por Malcolm Lowry en Bajo el volcán, en un sitio desaparecido de esa calle que actualmente lleva directo a la Central de Abasto.

Aunque según versión del periodista colombiano Rubén Darío Higuera, esa cantina sería solamente literaria, una mezcla de La Universal, de Cuernavaca, y La Covadonga, de Oaxaca (https://www.eltiempo.com/don-juan/historias/los-lugares-de-mexico-que-visito-malcolm-lowry-16887387#).

Así que me sale lo Gerardo de la Torre cuando buscó el Parián mixteco lowryano –como relata en Tobalá y otros mezcales oaxaqueños–, y voy a ver si sobreviven por el rumbo fantasmas de El Farolito, los farolitos ebrios herederos de los asiduos a esa cantina mítica o al menos los bebedores de ochavas, esos residuos de las copas recolectados en un barril para vendérselos a los “más pobrecitos” a la mañana siguiente, según me explicó mi padre cuando le pregunté sobre ese término que menciona Lowry en su novela.

A unos pasos del portón de La Farola, la cantina más antigua de la ciudad de Oaxaca –data de 1916– , exactamente donde confluyen las calles 20 de Noviembre y Las Casas, entro a ese que se me figura un túnel nagual similar al que registra Carlos Castaneda en Relatos de poder, aquel cuando Juan Matus se esfuma de la Zona Rosa y reaparece en el mercado de La Lagunilla, en el Defe, solo atravesando un pasillo de unos metros, como si fuera de una dimensión a otra.

Tal sensación me causa siempre el  túnel del comercio ambulante de Las Casas, pasar de un mundo a otro en unos segundos. 

Se suceden locales y puestos de ropa; lentes; joyería; cargadores y cables USB; aparece un vestigio del Oaxaca viejo, una jarciería: Casa Ordaz; luego otro que alienta mi búsqueda: el expendio El Rey de los Mezcales, Tobalá y Pechuga: siguen los establecimientos y tendidos de teléfonos celulares, fruta, lencería, empeño y auriculares.

El río de gente absorbe, aturde; el fenotipo varía, prevalece el color bronce, la indumentaria indígena y popular, el Oaxaca bronco.

Salgo en la esquina de Las Casas y Calle de la Victoria, no sé si doblar por este atajo de La Playa –ese bar magnífico—y las prostis en banqueta y entrar al mercado por la zona de ropa o seguirme hasta el entronque con Periférico.

Sigo derecho, y una cuadra adelante, en la estrella de cinco calles, se abre otra realidad.

Un pedazo de una urbe maltrecha, sórdida, con edificios descuidados, sin color, pavimento desgastado, montones de tierra, ruido incesante, autobuses viejos, taxis colectivos guinda y blanco, polvo, árboles decaídos y un fondo de un cerro copado por el caserío se dibuja ante los ojos.

Cruzo entre puestos temporales de cestos de palma o  carrizo y petates, instalados ahí luego del incendio de mayo de 2020, atravieso la salida del estacionamiento, doblo por la esquina de El Correo Mayor, me sumerjo en el primer corredor, se alinean puestos de cosméticos, ropa, frutas, vuelvo a doblar, ahora por el andador de las vendedoras de clayudas y blandas, chapulines, chiles de agua, miel, tortillas de trigo de la Mixteca –compro cinco por veinte–, quien no conoce la Central, no conoce Oaxaca, me interno en la plaza del sábado, cito y parafraseo para que narre Luis González Obregón como si estuviera en la Plaza del Volador: “allí podían el filólogo y el etnógrafo estudiar las lenguas y las castas” de Oaxaca, “con sus modismos especiales y sus diferentes colores y estaturas. Ahí están el español, el criollo, el indio, [el  mestizo], cada uno con su idioma, su traje y su fisionomía distintos, vendiendo o comprando las cosas de su afición o gusto. Qué multitud tan abigarrada, qué estrujones, qué gritos tan especiales para pregonar las mercancías”, la hoja de plátano; cerillos, rastrillos, veneno para ratas; caña de azúcar con hoja, nísperos, pescado seco, dudoso mezcal tobalá de San Carlos Yautepec a 200 pesos el litro,  metates y molcajetes, comales de barro, “todos los frutos nacidos o trasplantados en la tierra, los géneros importados o tejidos en el país, todas las industrias que [escapan] a la suspicacia del gobierno o que no [estanca]  el monopolio, todo se  [encuentra] ahí, en cajones y tinglados”.

Vuelvo al mercado, al pasillo de las clayudas y las blandas, viro a la derecha, hacia la zona del pan de yema y el amarillo, los molletes  y el resobado,  y también de las fondas populares.

Busco una grieta en el tiempo, al Oaxaca viejo, a los herederos de los farolitos ebrios de Las Casas replegados en la Central. Sin darme cuenta, entro a un pasillo en penumbra, intemporal, abandonado, solitario. En el fondo, aparece un tendajón: un hombre tiene en la mano una botella de mezcal, le da un vaso de veladora corrugado a un farolito y le escancia el trago, paso a un lado como si nada, hay otro farolito tirado en el suelo. Se cierra la grieta.

Después de 33 años en el oficio, me identifico como un informador, un periodista sin etiquetas. Concibo al periodismo como una vocación de servicio y responsabilidad social.