Coicoyán y periodismo: para no hacer política, activismo o inversión

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Iglesia en una comunidad de Coicoyán de las Flores, donde no ocurren milagros, solo tragedias.

No quisiera estar uno jamás en los zapatos de una madre cuyos seis hijos murieron calcinados por el fuego que provocó el fogón que ella misma encendió para darles de comer más tarde en uno de los municipios más pobres del país: Coicoyán de las Flores, Oaxaca.

Pero de alguna manera se está: se le abren a uno los ojos de espanto en la madrugada pensando dormido y pensando despierto lo que sentirá esa mujer en su corazón. 

No quisiera estar uno jamás en los zapatos de un padre que se fue de inmigrante a Estados Unidos, junto con uno de sus hijos, porque el “milagro oaxaqueño” nada más no dio para subsistir diariamente en un pueblo donde ya antes, en el año 2005, se prometió otro milagro poniendo la primera piedra de una granja porcina de la zar del huevo, Socorro Romero Sánchez, dizque para quitarles la pobreza extrema a un puñado de 200 habitantes. No, no quisiera estar uno en los zapatos de ese hombre que se enterará de la muerte atroz de sus otros seis hijos.

Pero de alguna manera se está: es parte de la historia propia o la que ve uno todos los días si camina en las calles, si reportea entre las personas, y no en las sacrosantas conferencias de prensa o los actos oficiales que solo tiran dinero en un tobogán que va a la nada.

No quisiera estar uno jamás en los zapatos de una familia, una madre, un padre y dos hijos sobrevivientes que tendrán que llevar adentro toda su vida su tragedia.

Pero de alguna manera se está: México, hoy, ayer y antier, en todos los sexenios priistas, panistas y morenistas, es una tragedia.

No quisiera estar uno jamás en los zapatos del gobernante o funcionario –es un decir, desde luego, en México no hay ni gobernantes ni funcionarios ni servidores públicos– que ante una desgracia descomunal, rellena el machote, expresa “su solidaridad a la familia afectada” y ordena “una pronta investigación para esclarecer el incidente”.

Y en efecto, no lo está ni lo estará uno nunca: la deshumanización no es cosa del buen periodismo.

No quisiera estar uno jamás en los zapatos del funcionario que ordenó iniciar “una carpeta de investigación 10472/FMIX/JUXTLAHUACA/2022 por el delito de homicidio culposo y daños por incendio”. El trámite para darle la vuelta a la hoja burocrática o castigar a quien no se debe.

Y en efecto, no se está ni se estará nunca: ni como persona ni como profesional un periodista en forma sería así.

No quisiera estar uno jamás en los zapatos de los funcionarios o candidatos que, en medio de las personas que viven en la pobreza extrema, se toman la foto sonrientes o con cara de falsa gravedad cuando van a Coicoyán de las Flores, por ejemplo.

Y no, no se está, desde luego: no se entiende tanta miseria personal, o más bien, sí se entiende, se da cuenta uno que el tamaño de ella es tan grande como la ambición de poder y dinero del funcionario o candidato.

Uno debe ser el periodista, otro el político o candidato. Es perogrullo, dirán, pero no, luego resulta que no.

En mi camino por el periodismo que va para 35 años, se me han quedado grabadas algunas pequeñas infamias del propio gremio. Solo menciono dos a manera de ejemplo:

Una. Un fotógrafo de la revista sensación en 1993 en el DF, en un almuerzo en el Marqués del Valle del zócalo de la ciudad de Oaxaca, pide el enorme platillo de mole negro, se lo traen, solo lo mira, en el trámite, ignora con desdén a la señora que pide limosna, toca con el dedo índice la masa oscura del mole, lo prueba y no lo come, ahí lo deja, para el desperdicio, cortesía de la Dirección de Comunicación Social del INAH.

Dos. Ante el comentario de que lloré después que entrevisté a la anciana en el asilo Rufino Tamayo porque me dijo que ya no tiene a nadie en el mundo, que toda su familia ha muerto, la jefa de información dice algo así como que un periodista no llora, que debe tener una coraza. Cómo, pienso por mi cuenta, si por eso me volví periodista, porque tengo la sensibilidad para llorar ante la tragedia humana. La coraza la usan los políticos, la necesitan ante tanta atrocidad que cometen o que solapan. Algunos periodistas se han vuelto o siempre fueron políticos o cínicos o vividores o comerciantes y ni siquiera lo saben: sin pies, sin manos, sin cabeza y sin saberlo, diría Bukowski.

He leído la noticia de la muerte de los seis niños en Santiago Tilapa, Coicoyán de las Flores, Mixteca alta de Oaxaca. No cabe en mi cabeza. Un rato después, por un video que subió en su muro de Facebook mi amiga y colega Guadalupe Gómez, escucho al periodista Javier Ruiz decir: “me preocupa mucho quien hace política desde el periodismo, me preocupa mucho también quien hace activismo porque por más holligan que seas de los tuyos, los tuyos también cometen errores, ser crítico con los tuyos, te honra a ti, y creo que el activismo ese es malo, pero los que más me preocupan son los que hacen inversión, porque esa gente no hace periodismo, esa gente prostituye al periodismo”.

Ante Coicoyán, ante la tragedia familiar y la barbarie de los funcionarios, no queda más que seguir tratando siempre de ser un buen periodista, y no de esos que en realidad hacen inversión, política o activismo.

Hoy más que nunca es necesario desenmascarar a los que no son periodistas. “Al público debemos enseñarle a distinguir”  eso “porque evidentemente no lo hemos hecho nunca o no le hemos hecho bien”, como diría el mismo Javier Ruiz.

Después de 33 años en el oficio, me identifico como un informador, un periodista sin etiquetas. Concibo al periodismo como una vocación de servicio y responsabilidad social.