‘Centraleros’, la novela de Toño Pacheco que desnuda el Oaxaca Disney

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El escritor Antonio Pacheco en las escalinatas de la Plaza de la Danza/Foto: Carmen Pacheco.

Fotografía: Carmen Pacheco

Atrás de nosotros suena “tóquenme mariachis otra vez la misma” en voz de Vicente Fernández, estamos sentados en una jardinera de la cancha de básquet, cercana a la rampa de basura de la famosísima Central de Abasto de la ciudad de Oaxaca, pasa un pequeño perro negro callejero, los viejos “diableros” dormitan tumbados en sus mismos “diablos”, alguno toma tragos de cerveza de un tarro, unos niños se mecen en los columpios, trabajadores que están en su rato libre canastean, al frente resalta la hilera de laureles de la calle del sábado de plaza con sus copas empolvadas, el bullicio del mercado es ruido de fondo, un tono gris, sucio, flota en el ambiente, el sol quemante de mediodía envuelve todo: la escena no puede ser más centralera.

Aquí, en esta zona lumpen, culmina la entrevista con Antonio Pacheco Zárate, el autor de la novela Centraleros (Matanga Taller-Editorial, 2021), que inició en la parte del Oaxaca Disney, el de moda, el de postal, en el jardín Labastida, al lado del andador turístico Macedonio Alcalá, y que prosiguió en la Plaza de la Danza,  junto al templo de San José, frente a la iglesia de la Soledad,  donde se difuminan el Oaxaca bonito y el Oaxaca marginal, e incluyó pasar por el Pueblito, la zona roja bronca y permanentemente festiva y vital de la Central, con su música estridente y las prostitutas de minivestido y piernas robustas a orilla de congal, y también por el “puente amarillo” y el hueco aquel por donde puede caer una persona, que es un pasaje inolvidable de esa obra literaria que narra, por fin, una historia que la literatura oaxaqueña ha marginado siempre por vergüenza o desinterés.

Es emocionante pasar y estar en los sitios donde se desarrolla la novela Centraleros, ahí en la abertura del puente peatonal en el que Brandon estuvo a punto de aventar al gay de bar o aquí en la cancha de básquet donde este mismo personaje detiene su huida para evitar la madriza de sus patrones. 

En este último escenario, que es donde está la jardinera donde nos hemos sentado, se contextualiza la pregunta al escritor de si la literatura puede tener una intención: no digamos que generar una conciencia, pero si una inquietud para dar cuenta que existen otros mundos.

“Si hay una intención es que el lector pase un rato ameno, solo aspiro a tocar sus emociones; en algún momento, hay diálogos o pasajes que cuento con la clara idea de que conmuevan”, responde Antonio Pacheco Zárate en esta charla caminera.

La respuesta emparenta con la certeza de este autor de que nada más se considera “un contador de historias” al que, “de verdad”, no le interesa inscribir su nombre en las letras de Oaxaca o ser recordado en cien años como el escritor Toño Pacheco o visualizarse como  uno de los autores más importantes del sureste o cosas así. “Soy muy de redes sociales —aclara—,  disfruto los comentarios, alguna nota periodística sobre Centraleros, me endulzan el oído, pero la posteridad, eso que llaman trascender, no me quita el sueño, no me interesa, lo que suceda con mi obra en unos años no me importa”.

—¿Pero sí tienes la intención de seguir escribiendo?

—Sí, claro,  y me gustaría que Centraleros llegara a muchísima gente, pero mientras yo esté vivo, me encantaría saber que leyeron la novela en Colombia, en Argentina…

Este narrador nació en 1974 en Santa Catarina Juquila, uno de los santuarios del país, y desde los 15 años llegó a la ciudad de Oaxaca, donde hoy reside. Trae consigo el conflicto campo-ciudad, indio no indio, el dilema identitario, pero sin  que sea “un drama”. En su pueblo estudió la primaria y la secundaria. Fue un niño normal, dice, que jugaba a resbalarse en la tierra suelta o que iba al río. Aunque no tanto, porque su madre Eugenia siempre fue muy de querer preparar a él, su otro hermano y su hermana, para la vida, y les buscaba trabajo con la señora de los plásticos, que es “de donde yo creo me salió mi inclinación a las ventas”. Creció, platica,  muy apegado a la televisión, a las telenovelas  —las cuales, más allá de clichés y lo políticamente correcto, influyeron en su inclinación a la escritura, al igual que los relatos de Las mil y una noches que muy a su manera, con sus “hijoeputa”, le contaba su abuelo— En la capital del estado, estudió la preparatoria y, un tiempo,  la carrera de Derecho, pero, al igual que sus hermanos, salió cabeza dura, para el pesar de doña Eugenia, que siempre trajo el sentimiento atravesado de que quiso ir a la escuela y no pudo, menos ya casada —dos veces — y luego, desde los 40 años, viuda y con dos hijos y una hija que criar vendiendo atole de casa en casa. 

Foto: Carmen Pacheco

—No leías en Juquila…

— No había muchos libros. La Biblia la leí como a los siete años, conocí la historia de Sansón, descubrí a mi primer héroe, pero también el Apocalipsis, que a esa edad, sin una guía para la lectura, te asusta. Cuando iba en segundo de secundaria pusieron la biblioteca, pero había puros libros didácticos. “Cuando llegaste a la ciudad y a las bibliotecas, seguramente fue un gran encuentro con los libros”, me comentaron el otro día. Y pues no, porque no traía la cultura de lector. De hecho, sucedió al contrario, alguna vez fui a una de esas bibliotecas y me llamaron la atención porque hice ruido, y dejé de ir, te intimidan.

La cita con este autor que este sábado siete de mayo en la noche presenta su novela Centraleros, en el Palacio de Cortés, dentro de la primera edición de la Feria Internacional del Libro en Coyoacán, FILCO 2022, en la Ciudad de México, es a las 11 de la mañana del pasado jueves en el jardín Labastida. Llega puntal. Moreno, delgado, ni alto ni bajo, semicalvo, con incipientes canas en las patillas. Viene vestido con camisa de manga larga a cuadros grises y negros, pantalón de mezclilla azul  y zapatos color café con suela de goma. Ahí inicia la plática, en una banca de fierro, a un lado de esos tianguis de artesanías autorizados, un tanto elegantes, ad hoc al sitio, montados bajo una carpa blanca. El turismo y los oaxaqueños citadinos transitan incesantemente, y a un lado, el corredor turístico presume el Oaxaca de moda.

—Me parece que las recientes novelas oaxaqueñas de edición independiente Los gangsters del futuro,  de Rodrigo Islas Brito, Retrato de mi padre, de Enrique Arnaud Blum, y la tuya, Centraleros, rompen con dos estigmas de las letras oaxaqueñas: eso de evitar hablar de la realidad propia como si no pudiera ser universal, y aquello del cerco de la distribución editorial comercial, ¿qué piensas al respecto?

—Vamos rumbo a un Oaxaca Disney, y ante ello, la gran ventaja de Los gangsters del futuro, Retrato de mi padre y Centraleros es que en esas novelas cada uno habla de lo que conoce, lo que le es cercano, lo propio,  y que son obras que están escritas con sinceridad. Muestran, de forma respectiva, un Oaxaca que esconde la basura bajo la alfombra, un Oaxaca con una violencia en el Centro Histórico de la que no suelen informar los periódicos locales y un Oaxaca que coloca una rampa de basura a mitad de una plaza pública, la de la Central de Abasto de cada sábado.

En cuanto a la distribución, cada quien habla como le va en la feria, recuerda, y expone que está muy agradecido con Matanga, la editorial del también escritor Kurt Hackbarth, porque no nada más juega a ser eso, una editorial, sino que publica y realiza toda una labor de promoción. Lo cual se ha juntado con el quehacer de algunos medios de comunicación oaxaqueños y de espacios como Burrito Librería, ubicada en el tianguis cultural de la plazuela del Carmen Alto. 

“La distribución es un problema, pero como me comentaba alguien, las grandes librerías tampoco constituyen la gran diferencia, porque te ponen dos semanas en los estantes, y si no vendes, pues a la bodega. Para mí es muy importante la difusión de boca en boca, los comentarios públicos en redes sociales”, porque eso genera lectores que contribuyen a la adquisción del libro.

—Hoy, en esta era digital,  existen mecanismos que antes no, de tal manera que se acabaron los cercos locales tan fuertes y limitantes de las editoriales comerciales, las instituciones culturales e incluso de personajes del medio que hacían prácticamente prohibitiva la circulación de los libros y los autores de los proyectos independientes. Tanto así, que vas a la Ciudad de México, a la FILCO 2022, ¿cómo es que se dio la oportunidad de esta participación?

—A partir de una convocatoria literaria, conocí a Alicia Cruz, quien labora en el área de promoción cultural de la alcaldía de Coyoacán, y salió la invitación para participar en la FILCO 2022. Ahí realizan algo que no hacen todos, dan seguimiento a los autores del país que seleccionan, e invitan a representantes de todos los estados.  En mi caso, voy a compartir mesa con Kurt Hackbarth, quien presentará su libro Viaje a Monpratior.

Antes de comenzar a caminar hacia la Central de Abasto, se le comenta a Antonio Pacheco Zárate que nunca pone a Brandon y Emilio —los dos personajes marginales principales de su novela— en el corredor turístico del Centro Histórico. “A Emilio no, pero a Brandon sí, cuando va con Leticia —en la trama, hija de los locatarios con los que trabaja Brandon—: es en la escena de Santo Domingo, cuando él quiere quedar bien con ella porque la anda conquistando y piensa en llevarla a un lugar bonito donde la familia de la chica jamás la llevaría. Es el Oaxaca Disney, el Oaxaca postal, al que esos oaxaqueños nunca irían, salvo si tuvieran un motivo muy específico, y si lo hicieran, se bañarían y arreglarían muy bien —de situaciones así debe venir la expresión aquella de “galán de pueblo” —. Como persona, prosigue, a mí me alimenta el resentimiento, la frustración, soy amarguetas. Con Brandon, mi personaje, es distinto, a él lo alimenta una etapa de rabia que manifiesta con violencia, y por eso ve a la ciudad como la ve, pero no es que mi intención haya sido despotricar contra Oaxaca. Es el personaje el que está viendo el entorno así. Si hubiera sido desde la perspectiva de Leticia, ella seguramente hubiera pintado un Oaxaca bonito.

Pero más allá de la novela, el autor de Centraleros coincide en que en la actualidad se ha construido un Oaxaca que no existe. “El otro día fui al CaSa de San Agustín Etla, y cuando pasé al baño y vi lo bonito del espacio —ahí, en realidad, todo está bonito—, te das cuenta que eso de alguna manera no existe, que cuando sales de tal escenografía, los caminos son de tierra y que muy probablemente más lejos hay lugares donde todavía no entra el drenaje y se usan las letrinas. De pronto, Oaxaca es un escenario construido para turistas. Y no es que sea malo, no traigo nada contra lo bonito, la bronca es que, cómo decirlo sin que suene feo… me da la idea de que algunos oaxaqueños quedamos excluidos por default. A los que estamos en la periferia, esos lugares nos intimidan o nosotros mismos nos intimidamos en ellos. Me incluyo no por victimizarme, sino porque es una realidad. Hay algunas tiendas en las que entramos y solo están esperando a ver a qué horas nos robamos algo; una, en especial, a mí me suena la alarma cada que entro.

Nos vamos caminando por la calle Bravo, luego doblamos por Porfirio Díaz y después por Morelos, hasta las escalinatas de la Plaza de la Danza. Al fondo se dibujan los cerros de la mancha urbana, el Oaxaca marginal, el Oaxaca del que no hablan las agencias internacionales de turismo ni publicitan las revistas donde aparecen los chefs del año del Oaxaca gourmet.

—En tu novela, sitúas este lugar como la frontera entre el Oaxaca bonito y el Oaxaca marginal. 

—Nace de la etapa que está atravesando Brandon,  que es depresiva,  de rabia. Él ve este escenario como uno donde termina la postal del Oaxaca bonito. Como alguien ajeno a la novela, a mí siempre me ha llamado la atención lo que pasa aquí. Viene el turismo a tomar la foto, pero también mucha gente de pueblo a rezarle a la virgen de la Soledad —la patrona de los oaxaqueños—. Confluyen estos dos sectores, el turístico y el que se supone es el marginal. Y por aquel cliché de que en la casa de Dios no hay diferencias, aquí se mezclan unos y otros, como sucede en los santuarios —el de Juquila, digamos—. Desde este lugar, el Oaxaca postal va desapareciendo, y ello no es muy notorio,  pero si uno ve con cierto detenimiento, pasamos de los pisos de cantera y el papel picado en lo alto, a calles sucias, malolientes.

—Teniendo en cuenta este Oaxaca fantasioso que han fabricado, ¿por qué elegiste a un personaje clasemediero oaxaqueño —Brandon, ese que en el argot y con clasismo, se denomina como “burgués de Infonavit” — como el principal de tu novela? 

—Quise reflejar la cultura de lo aspiracional. En 2018 me llamó la atención el que muchos conocidos que yo creía pobres, se comportaran como clase media. Pero yo no veía que tuvieran un carro del año, que viajaran con frecuencia… no conocía esa frase de “burgués de Infonavit”, hubiera estado genial incluirla en alguna parte de la novela, porque Brandon es exactamente eso, alguien que no es de clase media, pero que viene de una familia que se asume como de ese estatus al que en realidad no pertenece.

“Ahora, tampoco se trata de idealizar ni al pueblo ni a la Central. Emilio viene de ahí, de una clase muy fregada, y es un hijo de la chingada. En esta novela, pocos quedan bien parados. Además que en ella hay aspectos de los que uno como autor luego no es consciente. Un lector me comentó que Brandon primero construye su discurso de las clases sociales, la falsedad de Oaxaca, y luego destruye él mismo la escena. Incluso, hay una pasaje donde este personaje observa belleza en la Central de Abasto y  la compara con la parte bonita de Oaxaca”. 

En la ciudad de Oaxaca, cuando todavía estaba en la escuela, Antonio Pacheco Zárate comenzó a trabajar en una empresa de teléfonos celulares. Aprendió lo básico, y como se pusieron de moda las distribuidoras Telcel, puso un establecimiento. Después una amiga le traspasó un local en la Central de Abasto, y se volvió centralero.

Junto con su hermana y su hermano, estaba predestinado a trabajar en el campo o como albañil en Juquila, pero la migración lo volvió comerciante… y escritor.  “Lo curioso es que quienes venimos del campo a la ciudad tenemos pocas  posibilidades. De hecho, pienso que yo siempre tuve más posibilidades para delinquir que para convertirme en comerciante, más posibilidades de terminar de alcohólico que de escritor”. 

Formalmente, Antonio Pacheco Zárate comenzó en las letras allá por 2014, cuando empezó a publicar en alguna antología a través de un grupo virtual donde había españoles, colombianos y mexicanos. Autores oaxaqueños como César Rito Salinas lo han incentivado en su camino literario. Estuvo en el colectivo Cuenteros y en un taller con el escritor J.M. Servín, y en  2021, el editor estadounidense residente en Oaxaca Kurt Hackbarth, le publicó la novela Centraleros.

—¿Cómo has resuelto tu conflicto de identidad?

—A los de mi generación nos metieron en la cabeza que porque nacimos en Juquila, éramos más acá, pero cuando llegué a la ciudad de Oaxaca me pusieron en mi lugar: “eres un indígena”, me dijeron, y el tener que aceptar algo que te han enseñado a rechazar toda  la vida, pues fue difícil, aunque tampoco se presentó en mí un gran drama.

“Sencillamente, ese conflicto de identidad me dejó de preocupar.  Ahora, pocas veces me vas a escuchar decir: ‘estoy bien contento de ser indígena’, porque me sentiría hipócrita. Fueron tantos años de sentirse avergonzado de tu origen, que se me hace hipócrita andar diciendo: ‘yo soy indígena, me siento orgulloso de mis raíces’. Hace tres años estuve viviendo tres meses en Juquila, y en una ocasión, ahí le comenté a una amiga poeta de mi generación lo difícil que me resultó a mí creerle cuando en un poema que leyó en la plaza del pueblo dijo “yo soy Juquila”. En cambio, hoy, cuando escucho a un chavillo de 15 años decir que es de Juquila y se siente orgulloso, le creo totalmente, porque ya tiene otra educación, vive otros tiempos.

—Se ha vuelto muy falso decirse “indígena”, sobre todo en quienes se formaron de manera citadina y asumen la representatividad del zapoteca o el mixteco, ¿no te parece que quien se haya desarrollado plenamente en su comunidad es quien puede denominarse en verdad así?

—Exacto. Es que reditúa hoy en día decirse indígena, y lo digo sin ánimo de echarle a alguien, porque se da en todos los sectores, artísticos, políticos y demás, eso de levantar la banderita del pueblo. También reditúa victimizarse.

—Además, decirse indígena también se ha puesto de moda— se le reitera al escritor.

—Tampoco debería de cohibirnos. Este asunto de lo indígena a veces creo que puede jugar en contra. Lo que hoy para mí puede ser una gran ventaja, hace veinte años no lo era. Nadie hubiera publicado a un tipo de mis características en ese tiempo.

De la Plaza de la Danza, caminamos hacia la Central de Abasto por Mier y Terán, después por Trujano y por calles que identificamos ya nada más por sus sobrenombres, como el Pueblito, donde la vida, en efecto, parece siempre un carnaval. Luego nos plantamos en el Periférico y subimos por el otrora “puente amarillo”. Bajamos, después de constatar la existencia de la abertura por la que podría caber una persona. Sorteamos corredores del mercado y llegamos al fondo de la Central, a la cancha de básquet, donde los trabajadores están echándose sus tacos, una cascarita, y los niños juegan en los columpios.

Es el escenario de lo imprevisible, el de la rampa de basura, el mercado de artesanías de barro, la hilera de laureles, la gran belleza que detectó Brandon, la del Oaxaca bronco y marginal que narra Antonio Pacheco Zárate en su novela Centraleros, y que emociona conocer acompañado de este autor oaxaqueño, sobre todo pensado en que quizá pronto sea copado por el turismo del Oaxaca de postal, que ya empieza a llegar con frecuencia.

Después de 33 años en el oficio, me identifico como un informador, un periodista sin etiquetas. Concibo al periodismo como una vocación de servicio y responsabilidad social.