Quien no conoce el 20, no conoce Oaxaca

Fachada del 20
Desde antes de la entrada, sigue siendo puro ambiente “qué parió” el del 20, la cantina que es un bastión en tiempos del “Oaxaca de marca y moda”. Foto: Carmen Pacheco.

Crónica Solitaria

Armando García, el duranguense que ahora ya se cree descendiente de apache y no heredero de Pancho Villa como antes; Pedro Matías, el jipiteca oaxaqueño al que siempre acompaña María Sabina, y el artista visual piden la primera promo de a 130 en el 20: ahora más que nunca, en tiempos de gentrificación, un bastión ébrico del centro de la ciudad de Oaxaca.

Les traen la cubeta con el seis de XX y a mí una primera cocacola, vaso de vidrio y hielos, que bien que mal da el gatazo de una cuba de ron.

Es una tarde oaxaqueña de esas apacibles, totalmente chelera o mezcalera. En la mesa de antaño, Armando platica que anda de ayudante en la casa del poeta Azael Rodríguez y Pedro comenta de nuestro encuentro de días atrás en la esquina de las calles Abasolo y Pino Suárez, cuando lo caché en el viaje con la “mujer que mira hacia adentro”.

Desde antes de la entrada, sigue siendo puro ambiente “qué parió” el del 20, con los vendedores ambulantes de productos baratos caminando en la banqueta, los edificios viejos, el tráfico frente a las carnicerías El Cerdito y El Torito, los coches estacionados en la acera, el bullicio urbano que envuelve al mercado Benito Juárez; y ya adentro, con los ebrios y ebrias en la bruma, la rocola y las rolas de moda y retro, la euforia de lo efímero. Pervive prácticamente el mismo lance de hace 18 años, cuando conocí esta cantina de botana, mezcal y chelas ámbar y verdes.

Ya no está del diario uno de los encargados de entonces: Alex, puma de corazón, porra cada que podía ir a CU, ahora solo se aparece de vez en cuando.

Y la emblemática Luchita falleció el 11 de febrero de 2011. Aunque su herencia sigue, porque ahora está al frente su hija, aquella adolescente que en 2004,  a los 17 años de edad, cruzaba rumbo a la escuela alegre y hermosa el rectangulo largo, alto y angosto del comedor del fondo, la cocina de en medio y el salón de los más borrachos.

Isabel ahora ronda los 35 años y es la nueva jefa de este refugio de época, ajeno por completo a los mercaderes del “Oaxaca de marca y moda” que están depredando enloquecidos el centro histórico.

Estamos en el reservado de los personajes históricos. Volteo abajo a la derecha, me veo tirado en el rincón, durmiendo la borrachera aquella vez que logré mi doctorado etílico en este espacio chelero y mezcalero por antonomasia que nunca muere.

Observo la mesa de madera industrial color crema, la cubeta con el seis, giro la mirada 360 grados, las cajas estibadas, el lavabo, el baño de mujeres y el de hombres y la bodega del fondo.

Esta cantina es la misma de siempre, salvo por las paredes pintadas, los cuadros de artistas oaxaqueños que ahora cuelgan ahí y los meseros uniformados de negro.

Por el vado absorbo el ambiente del salón contiguo, a los borrachos y las borrachas jóvenes, la rocola sonando fuerte lo mismo rolas gruperas que “Billie Jean”, al Alex mediando la discusión con los malacopa.

Entré después de años porque me encontré en la calle a Armando García, quien en la plática chelera presume que estuvo por primera vez ahí hace 40 años y también recuerda cuando publiqué sobre él en la sección cultural de El Financiero luego que se lo llevaron preso a Nayarit, tras la represión de la PFP del 25 de noviembre de 2006 contra el plantón de la APPO instalado en el atrio del templo de Santo Domingo, porque llevaba encerrado meses y nadie abogaba por él, ni siquiera lo mencionaban entre los desaparecidos.

—¡A güevo, chingón!— apoya Pedro Matías.

Piden la otra promo de seis y mi segunda cuba-placebo . Se va el artista visual. Transcurren los temas y la tarde, pasa el vendedor de cigarros y dulces y también el de los toques eléctricos, luego una chica que vende botanas.

—Te quiero presentar a una amiga, es poeta— me dice Armando.

Amena, se sienta en nuestra mesa, revisa con rapidez su teléfono celular, mientras intercambiamos comentarios y ofrece unos nísperos que trae comiendo.

Luego, Mayté Bedolla lee uno de sus poemas:

Yo prefiero a los locos,

Los sensibles, los ingenuos,

Los soñadores, los ilusos.

Yo me quedo con los rotos,

Los heridos de amor,

Los que sangran melodías,

Los que lloran poesía,

Los que pintan sonrisas,

Los que todavía creen en utopías.

Me quedo con aquellos

Que se atreven a seguir soñando,

Propagando la esperanza

E invitando a enamorarse.

Yo me quedo con ellos,

Los que no se doblegan

Ante la frivolidad y la apatía,

Con los que sienten y vibran,

Con los que aman todavía.

Una leyenda urbana dice que esta cantina era un comedor a mediados del siglo XX. Una de sus entradas estaba en la calle Las Casas y la otra por 20 de Noviembre —que es también su nombre oficial, por cierto—. Esta última es la que sigue ahí, acaso ubicable por el número 402.

Ha sobrevivido al Oaxaca artificial impuesto desde la década de los ochenta, cumple aquello que decía Alfredo López Austin de que la tradición no es un pasado muerto, sino su creación y recreación por parte de sus mismos hacedores.

Incluso, hace varios años, el mundo progre intentó cambiarla: algún artista nacional emprendedor propuso a varios de sus pares oaxaqueños intervenir las cantinas más tradicionales de la ciudad, como el 20, a cambio de que éstas vendieran tequila y otros licores industriales.

En el 20 les pintaron sus cremas, fieles a su tradición de expender solo cerveza y mezcal, aunque en los últimos tiempos el encarecimiento de éste por factores como los impuestos y el trending de lo exquisito, haya causado su desplazamiento y se consuma menos ya.

De todos modos, prevalece su esencia oaxaqueña a grado tal que puede decirse que quien no conoce el 20, no conoce Oaxaca.

Después de 33 años en el oficio, me identifico como un informador, un periodista sin etiquetas. Concibo al periodismo como una vocación de servicio y responsabilidad social.