Matatlán declara: “cuando no había venta, hacíamos mezcal, y ahora que hay, hacemos mezcal”

Fotogalería: Adriana Chávez

En asamblea comunitaria de usos y costumbres, Matatlán decidió realizar La Gran Fiesta del Mezcal y Feria Anual 2022 Santiago Apóstol,  que inició este viernes 22 de julio y culminará el miércoles 27, y las reacciones no se hicieron esperar. A este reportero, por ejemplo, le sugirieron acabar con los «mitos» de la “Capital Mundial del Mezcal”. A eso fuimos a la población, treinta años después de un primer intento.

Corrían los años finales de los ochenta o de principios de los noventa. Quizá. El Coqueto o el Nieves, para mayores datos el maestro David , nacido en 1953 en el Barrio de los Siete Príncipes, exactamente donde hoy es la Casa de la Cultura Oaxaqueña, pero en ese tiempo era una vecindad con “paracaidistas” alrededor, herrero de oficio y buen pícher, de la camada de peloteros veteranos que apoyó en su momento a Vinicio Castilla para que probara suerte en el beisbol profesional, tenía un viejo volcho que pintó a brochazos de color verde con la imagen de un chile de agua y al que le adaptó un parabrisas que abría al frente.

La carcachita era la sensación. Cuando circulábamos por la calzada Porfirio Díaz de la ciudad de Oaxaca, en ese tiempo sana aún y sin los cuellos de botella que ahora desquician a la población, los demás automovilistas nos rebasaban albureando o bromeando con la probabilidad que nos tragáramos hasta un zopilote.

En ese volcho íbamos el Coqueto, Aurelio y su servidor un día de julio de finales de los ochenta o de principios de los noventa rumbo a Matatlán, a la fiesta patronal, al baile con los Cadetes de Linares, ídolos de mi madre, junto con los Alegres de Terán. Habíamos mezcaleado un poco, David iba vestido muy veracruzano, de pantalón de gabardina abombado color azul rey, camisa amarilla, sombrero y huaraches. Estábamos todavía a varios kilómetros de la desviación entre Mitla y Matatlán, cuando empezó a oscurecer.

Son las ocho de la mañana del 4 julio de 2022 y otra vez voy camino a Matatlán. Igual en un volcho, pero ahora de los fuel injection. Al volante va Félix Hernández Monterrosa, el viaje es de trabajo, la plática deriva al marracito —esos cuartitos  de mezcal en botella de vidrio—, a la usurpación cultural que vivimos, a las leyendas arqueológicas, a Alfonso Caso y su viaje en 1928  para investigar la lápida prehispánica zapoteca empotrada aún en una finca de aquella población.

Caso estuvo en Matatlán en 1928, después, en 1932, descubrió el tesoro de la tumba 7 de Monte Albán, y entre 1936 y 1938 exploró Cerro Negro, aledaño al pueblo de Santiago Tilantongo, cuna de la cultura mixteca.

Los arqueólogos son tan aventureros como los herreros y los periodistas. Algunos han seguido los pasos de Alfonso Caso en Oaxaca. Maarten Jansen y Gabina Aurora Pérez Jiménez han investigado Cerro Negro y las huellas de la princesa 6 Mono, de Jaltepec, y el héroe 8 Venado, de Tilantongo.

Robert Markens ha estudiado la lápida de Matatlán y su zona arqueológica y ofrecerá una plática al respecto el 24 de julio, a las 18:00 horas, en el marco de La Gran Fiesta.

Además de buen herrero y beisbolista, el Coqueto era un excelente bailarín, pachuco de zapatos de dos colores. Le hacían rueda en el Cozumel, el tugurio de los ochenta que estaba por Santa Rosa, y en el quiosco del zócalo, cuando los sábados en la noche sonaba “el Santo, el Cavernario, Blue Demon y el Bull Dog” con la marimba del estado, en bailes de antología en los que la agrupación oaxaqueña casi nunca se echaba la otra, otra, otra, porque, ahora me dicen, se les hacía tarde para ir a tocar al Playa Azul, otro de los antros de época en los ochenta. La cultura popular era del dominio de David, desde los años setenta frecuentaba establecimientos de mezcal de toda la ciudad: piqueras como la que estaba frente al ADO, donde actualmente se encuentra un negocio de pinturas Comex, la Rogerita y la de don Casiano, a una cuadra y dos del periódico Noticias, recuerda en plática actual.

Al norte de la ciudad de Oaxaca, desde el número 6 de la calle Nieves del fraccionamiento Lomas, donde tenía su taller, se surtía en la casa de Rey, cuya familia mezcalera era de San Carlos Yautepec y aún hoy expende espadín, tobalá, mexicano y chuparrosa al viejo estilo, en la trastienda, a granel, en marracitos.

El Coqueto también sabía de las fiestas patronales, por eso en aquella ocasión íbamos al baile con los Cadetes de Linares a Matatlán, en su volcho “Chile de Agua”. Faltaba menos de un kilómetro para la desviación, había oscurecido, el carro jalaba  bien, aunque solo le funcionaba un faro. Una patrulla de la Policía Federal de Caminos pidió desde su altavoz que nos detuviéramos. David intentó huir por uno de los terraplenes adyacentes a la carretera, pero el Mustang tocado de la de Caminos, dando un vuelta genial, nos interceptó desde el otro lado y nos echó las luces altas para cegarnos.

Se armó el desmadre. El Coqueto confrontó a los polis, no llevaba licencia, así que dijo que ya se las había dado y que la tiraron por ahí. Al final, no hubo infracción, sólo nos regresaron. Terminamos en un congal desolado de Santa Lucía, frente a una botella de Presidente, oyendo a los Cadetes de Linares en la rocola.

Al volcho que maneja Félix Hernández Monterrosa no le falla nada. Realiza el recorrido desde la mezcalería Cuish, ubicada en la calle Díaz Ordaz de la ciudad de Oaxaca, a Matatlán sin ningún contratiempo.

Quién sabe cuáles sean los «mitos» de Matatlán. Quizá estén relacionados con lo que aquí llaman orina de Conejo o con el Coñejo, una bebida que pasa por mezcal pero no lo es, o las cuatro o cinco marcas de mala fama, aunque muy populares entre el turismo nacional, que de aquí son, o la abundancia de los palenques, que se puede constatar: se habla de alrededor de 150 e incluso de más de 200. Pero en todo caso, aquí no ocultan nada de eso porque saben que los respalda su historia de mezcal de calidad, ancestral y artesanal, de alambique y de olla de barro.

Así que, anteponiendo su dicho “cuando no había venta, hacíamos mezcal, y ahora que hay venta, hacemos mezcal”, sin preámbulos nos ponen ante tres palenques y sus correspondientes maestros, más un hijuelo, y las historias personales y colectivas de una comunidad mezcalera por antonomasia.

Recorremos calles, en un recoveco bajamos hacia un patio y  llegamos a un primer palenque, el de Doroteo Blas Méndez.

Una vez, los tatarabuelos de los palenqueros de hoy terminaron de sacar su mezcal, pero les agarró la noche y se quedaron a dormir en el palenque que tenían en la loma, y a las 12 en punto empezaron a escuchar que echaban gritos por Nueve Puntas. Desde donde estaban ellos acostaditos, oían cómo los gritos se acercaban cada vez más. Tenían miedo. Al rato, más gritos iban llegando al palenque, después se dieron cuenta que había dos o tres personas donde estaba el cantarito de barro en el que almacenaron su producto, sirviéndose. Y pensaron que se acabarían su mezcal. Después que las personas se fueron, cuando los palenqueros revisaron, ahí estaba todo el producto.

Eran los dueños del cerro, los duendes, quienes habían dado su permiso.

Pablo Mateo, abuelo de Doroteo, contaba esta historia que a su vez le contaba su abuelo. “Nosotros tenemos la creencia de los duendes, nos hacen maldades, vamos al cerro y ponemos el taco en las cabeceras, donde están los árboles, y lo cambian de lugar, juegan con uno”, cuenta este maestro mezcalero.

Él representa a la tercera generación de su familia mezcalera, que se remonta a sus abuelos Pedro Blas, Mariano Méndez y Pablo Mateo. Aunque la historia va más lejos, cien o doscientos años atrás, pues hay registros de que se producía mezcal en ollitas de barro en ojos de agua en el cerro, existen vestigios de hornos, paredones, pilas de piedra.

Doroteo comenzó a ir  a los palenques a los 12 años. A los 18, trabajaba a medias con algunos maestros mezcaleros.  Con el tiempo adquirió su primer alambique, en 1978 compró el predio donde está ahorita y en 1979 echó a andar su palenque. En ese tiempo, este era una ramadita de lámina y cartón. Empezó sembrando 500 matitas de maguey que tardaron en madurar ocho años, después  aumentó a mil y así.  Cuando inició,  a finales de los ochenta, echaba dos o tres cortes, producía “unos dos mil o tres mil litros al mes: trabajábamos muy duro, día y noche. Nos pagaban por adelantado. Había consumo local, cinco litros, una ‘medida’ como le llamábamos, costaba barato: 20 o 25 pesos”. Cuando se dio cuenta, en Matatlán había unos 200 palenques y puede que la cifra haya llegado a 300. ¿Había producto adulterado? “Creo que sí, se podía dar cuenta uno porque lo ofrecían muy barato. Le llamábamos Conejo porque una persona dijo que eso parecía ‘orín’ de conejo”. Crecieron sus cinco hijos, se dedicaba al campo: “lo primero era el maguey y de ahí venía el maíz, el frijol, el garbanzo”, y al palenque. Desde hace algunos años empezó a sembrar maguey silvestre, el cuishe, el tobalá, el jabalí. En 2005 comenzó a certificar. Hoy le trabaja a una persona que le compra producto certificado y a otra que le compra producto normal, pero ya está tramitando su propia marca de mezcal, además que sus hijos ya tienen las suyas: El Pachanguero y La Herencia.

El otro de los palenques es el de Felipe Monterrosa. Este palenquero y artista está tratando de rescatar el método antiguo de hacer mezcal, el ancestral, el que se hace en ollitas de barro. Perteneciente a la cuarta generación mezcalera de su familia —su pequeño hijo es la quinta, dice—, inició cuando tenía 12 años en el palenque de su papá, Felipe Monterrosa Hernández, quien de niño quedó huerfanito y tuvo que ayudar en su casa con el sustento y por eso se enroló en el oficio en distintos palenques y para 1978  tuvo ya uno propio.

Cuando tenía 16 años, emigró a Los Ángeles, Estados Unidos. Regresó a principios de los años noventa, cuando tenía 28. No trabajaba de lleno en el mezcal, compraba y vendía, invitaba a los amigos, y como también le gustó el arte, se dedicó a ello desde  cuando de chamaco pintaba los cantaritos que su papá traía de San Bartolo Coyotepec, aquellos envases artesanales que decoraba con magueyitos, campesinos, un cerrito, y  después desarrolló su talento haciendo figuras en casas donde estuvo de inmigrante.

Heredó el palenque y las tierras de su padre. “Aquí no había nada, todo estaba derrumbado. El mezcal era muy barato. No nos convenía, no dejaba ganancia para vivir. Estaba lejos la idea de iniciar un palenque”, aunque era latente y de una u otra manera iba despacio en su desarrollo, pues trabajaba en el campo, donde sembraba maguey, maíz, frijol y garbanzo, además de realizar la reventa de mezcal y dedicarse al arte.

La reconstrucción del palenque que fuera de su papá la inició hace unos seis años. Ha utilizado adobe que hace él mismo, piedra, teja y barro.  Tiene un pozo de 17 metros de profundidad de donde saca el agua para trabajar y para su mezcal. Deja crecer y cuida los árboles que nacen ahí:  nanche, pájaro bobo, huaje, huizache y carrizo.

“Reconstruí la historia familiar, la de mis abuelos —dice—, como me la contaban, me la imaginaba y soñaba y decidí hacer eso realidad. Batallé bastante, pero ya produzco, vendo, tengo mi propia marca. He estado trabajando en  el tobalá, cuishe, coyote, tepeztate y espadín. Hasta aquí llegan los turistas, a mi tiendita, tengo clientes en la ciudad de Oaxaca, también vendo a granel, pero no produzco grandes cantidades”.

En Matatlán el mezcal tiene mucha historia, de cientos de años, están las huellas donde trabajaban los bisabuelos,  rocas escarbadas, ollitas quebradas, lomitas aplanadas, como si fuera una zona arqueológica. 

Por las bajas ventas, “la manipulación del mezcal ha sido difícil hasta donde yo conozco,  muchos han querido manejar y vivir del mezcal y los mezcaleros auténticos. Personas de otros pueblos o de malas intenciones han cubierto con sombra la imagen del mezcal. Pero aun así, la gente siguió trabajando. Esa fue una etapa, ahora hay otra, desde hace 15 o diez años se abrió el conocimiento del mezcal para otros lados, vino un apogeo, sigue muy fuerte, pero no debemos confiarnos, se presentan situaciones, aunque si somos auténticos, si cuidamos la calidad, nuestra reputación se va a mantener”, concluye Felipe Monterrosa.

En el palenque de Pedro García, el final del recorrido, hay un diálogo de generaciones, pues él representa a la segunda de su familia mezcalera y su hijo Juan Pedro García Santiago, de solo 23 años, a la tercera.

El papá se ocupa de dar el punto bueno a las tinas, de la fermentación, de proponer la cantidad de maguey, qué tanto se va a moler, a destilar, de los pequeños detalles que son muy importantes para producir un mezcal de calidad.

El hijo es responsable de las instalaciones del palenque, de traer la materia prima pirncipal, desde poner el maguey en patio hasta tener el producto terminado y una botella comercializada.

Cuenta Juan Pedro que desde niño ha sido muy apasionado de su trabajo. Cuando iba a la primaria le decía a su papá que lo llevara al palenque y fue así como poco a poco nació su amor por el campo, por la siembra de los agaves, por verlos crecer, por destilar, por lograr buenas notas. Acabó el bachillerato y al ver que su padre sacaba solo el trabajo, optó por ayudarlo.

El papá de don Pedro se llamaba Juan García Monterrosa y él destilaba en el campo. Fue en 1989, estando ya casado, después que estuvo trabajando en Estados Unidos entre 1982 y 1988, cuando creó el palenque donde está ahora.  Eran tiempos difíciles, el litro de mezcal estaba por los suelos: a ocho o nueve pesos, valía más un botellita de agua, mientras que una camioneta de maguey costaba mil pesos: “se imagina vender la planta a diez pesos, no era negocio, la gente se desesperaba, más cuando el producto tardaba ocho o nueve años en lograrse”.

Eso era antes, cuando el mezcal no estaba posicionado. Pero ahora todo ha cambiado mucho, platica. El mezcal ya agarró un poco de vuelo. Esto empezó cuando llegaron los de Jalisco  a comprar la materia prima, se elevó el precio poco a poco, cargaban diez, veinte y hasta treinta tráileres a la semana.  “No nos fue mal, nos fue bien, como productores de maguey nos fue bien. El precio del mezcal de nosotros también se elevó: si valía diez,  al mes subió a 20 y al otro mes a 30”.

Juan Pedro  tuvo que salir para dar a conocer su mezcal desde los 18 años. Fue a ferias, congresos, lo veían muy joven, le decían que todavía no estaba preparado. Iba a la Ciudad de México. Poco a poco fue entendiendo el trabajo, involucrando a las dos partes, el de la producción en Matatlán y el de la comercialización afuera.

Crearon su marca desde hace 11 años y a partir de dos atrás cuentan con permiso para exportar. Juan Pedro aclara que no pueden competir con las grandes empresas, por los impuestos —53 % de IEPS, 16 de IVA, 10 de ISR— y los gastos de materia prima, embotellado y empleados, y por eso tratan de producir un mezcal local pero bastante bueno para atraer el consumo del extranjero.

No ha sido nada fácil, les ha costado mucho. Pero poquito a poquito comenzaron a recibir visitas internacionales: de Colombia, Estados Unidos, países de Europa. “Si trabajas bien y alguien de Inglaterra compra tu mezcal y le invita a un amigo, luego pide una caja o dos, y así vamos  ingresando al mercado internacional”.

Lamentablemente, el mercado sigue creciendo muchísimo, hay infinidad de marcas. En todo caso, sabemos quiénes en el pueblo se han dedicado al mezcal y por cuántos años, asientan padre e hijo.

Al final del día, los «mitos» sobre Matatlán se desvanecen y quedan las palabras de Giovani Monterrosa, productor, envasador y comercializador de 28 años, integrante del comité organizador de La Gran Fiesta del Mezcal, un proyecto que nació en una tarde mezcalera, según cuenta.

“Se pretende impulsar el turismo, el comercio y posicionar a Matatlán como el principal destino mezcalero del país, ya que actualmente genera gran parte de lo que se produce a nivel nacional y un 80 por ciento a nivel estatal. La intención es que la gente venga a una fiesta de pueblo y sienta el rigor del trabajo que implica la producción, conozca a los verdaderos maestros mezcaleros, se dé cuenta que detrás de la botella que consumen existen muchos años de trabajo. Es un reto difícil, pero no imposible”.

Hay que caerle a esta Gran Fiesta. No estarán los Cadetes de Linares, pero sí Lila Downs y agrupaciones locales y estatales.

Después de 33 años en el oficio, me identifico como un informador, un periodista sin etiquetas. Concibo al periodismo como una vocación de servicio y responsabilidad social.

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