Nallely Tello y la apuesta por un proyecto editorial colectivo

Fotografía: Mario Cruz @ericelcrz

“Aquí, tratando de mantener el Oaxaca viejo”, le respondo a una mujer que me ha saludado en la puerta de mi casa y caigo en la cuenta que la frase es perfecta para cerrar un día en que he conversado con Nallely Tello sobre su poemario La tierra que nos separa (Colectivo Editorial Pez en el Árbol, Dilema Edicion-es y Casa de las Preguntas), la identidad, su madre, su abuelo, su familia, su comunidad Santos Degollado, Etla, los abandonos, su papá que se fue, el desamor, los feminismos, los patriarcados, los libros, la producción editorial, las estrategias y dificultades económicas en el sector, esa real vida oaxaqueña que la promoción turística, la gentrificación, la alta cultura y  el gobierno y ciertos empresarios y su Guelaguetza-mercancía tratan de ocultar.  Sin lograrlo, desde luego. 

La historia que cuenta, que nos contamos, en una entrevista que se volvió franca conversación, manifiesta que el Oaxaca viejo es lo vigente, que siempre lo ha sido, y que el Oaxaca de moda de hoy, lo nuevo, es lo decadente. 

El contraste de dos escenas que se bifurcan desde el centro histórico en un mismo día lo confirma:

Escena uno: este martes 19 de julio, la comidilla con memes en redes sociales han sido las fotos que se han tomado en el centro histórico el gobernador Alejandro Murat y su esposa Ivette Morán con Andrea Legarreta y Paco Stanley, conductores del programa Hoy de Televisa: la  cultura como moda y la  anticultura en mancuerna para ofertar la “marca Oaxaca”.

Escena dos: acaba la charla con Nallely Tello en el Café Revueltas y vamos al parque El Llano para las fotos. Solo unas cuantas tomas, porque la lluvia ya no deja. Cocijo, el Señor del Rayo, refresca y colorea de verde jade la tarde. Es agua, no corran, bromeamos al ver que la gente busca guarecerse. Caminamos sobre Berriozábal entre el chubasco, doblamos en Macedonio Alcalá y la carpa ahí instalada por fin sirve para algo: nos cubre mientras aprieta el aguacero y observamos cómo la ciudad emana historia y cultura cotidiana.

Al final de todo, después de la plática con esta eteca de 36 años, bien podemos concluir que hoy la resistencia cultural  en Oaxaca se concentra en las mujeres. 

La poeta en las calles de la ciudad de Oaxaca/Foto: Mario Cruz.

Entendiendo la vida

Nallely Tello nació en Santos Degollado, Etla, Oaxaca. Su vida ha sido itinerante. Residió en la Ciudad de México de niña y luego en sitios diversos de la capital del estado y su zona conurbada, Viguera, Centro, Xoxo. Con su familia, con su madre y su hermano, también sola. Con la pandemia volvió a su pueblo natal a hacer vida familiar y comunitaria.

“Con el tiempo uno resignifica muchas cosas y ahora pienso que lo mejor que me pudo haber pasado es vivir en la casa de mi abuelo. Me dio mucha libertad, no me imagino viviendo en un espacio más pequeño que en el que viví: él tenía un solar —todavía está— lleno de nisperales. Crecer, subir a los árboles, ir y venir, poder ir al río, nunca lo cambiaría”, cuenta.

—Era buena persona. 

—La historia que cuentan las tías es otra, pero yo siempre sentí que era muy tranquis.  Fue muy, muy trabajador. Mi familia tiene un rancho de vacas y demás, donde la rutina es siempre levantarse a las cinco de la mañana, cortar pastura, darle de comer a los animales. Mi abuelo regresaba de ese quehacer con mi tío como a las 11 de la mañana, desayunábamos, recuerdo que se echaba un sueñito como de 11 a 11 y media, después se ponía a trabajar en casa y en la tarde se iba a ordeñar. Pero lo que más valoro y recuerdo de mi abuelo es esa intención de unir, comíamos todos juntos. Para mí se volvió invaluable el poder sentarse a la mesa, comer, platicar, escuchar a las personas mayores. 

—La idea de comunidad está recobrando sentido en la actualidad, ¿lo crees así?

—Sí, totalmente. Nos dimos cuenta que la idea de que solos o solas podemos conquistar el mundo nunca fue real. Para que cualquier cosa se mueva, siempre hay una red de gente detrás. Mi mamá podía trabajar porque estaban mis tías que nos cuidaban o los primos mayores que nos entretenían.  Con la pandemia, regresé a mi pueblo, volví a mi casa, a aprender de mi tíos. Pensé: si no lo aprendo ahora, no lo voy a hacer nunca. Me refiero a aspectos como su propio ser, su generosidad, la forma en que ven el mundo. Tengo un tío que toda su vida la ha dedicado a las vacas y a mí me apasiona mucho la felicidad con la que él hace eso. Es muy jovial, muy entretenido. Yo me cacho muchas veces con esas ideas aspiracionistas de que hay que viajar porque la vida solamente se vive una vez y no sé qué, pero siento que con él, ese tío, entiendo que haga lo que uno haga, te tiene que dar felicidad. Es una forma de entender la vida.

—Hay como un movimiento de reivindicación de lo comunal por parte de nosotros mismos, ¿no?

—Como que la cabra tira al monte. Uno reconoce en algún momento de la vida que de ahí se es, ahora sí que donde uno fue feliz. Aunque también trato de no romantizar, porque la vida comunitaria tiene su complejidad. Mi pueblo es de usos y costumbres, y y hay jerarquías, pero vale la pena una apuesta por ahí porque, como dice Yásnaya Aguilar, si la montaña cae sobre mí, quienes me van a sacar son la gente de mi comunidad. Es como ir a los vínculos más cercanos, donde se resuelve la vida.

—Sin romantizar, dices, porque hay formas del ser social que necesitan ser cuestionadas y replanteadas —tú viviste la ausencia del padre, por ejemplo—. Es algo que al parecer hoy solo lo está haciendo el feminismo.

—El movimiento feminista está cuestionando todo, va logrando articulaciones muy importantes. Por ejemplo, para las mujeres, el tema de la deuda. Son las que más piden préstamos, pero no para comprar un carro. Las ausencias de los hombres responden a un sistema donde todo les era o es permitido. De pronto veías que el señor ya andaba con otra pareja y que la mujer que se había quedado se tenía que romper todo para sacar a los hijos adelante. Esa fue la experiencia de mi mamá: tuvo que sacrificar su vida, aunque no sé si ella lo diría así.  Hace unos días leí una frase de las argentinas: “no habrá ni una menos, si sigue habiendo deuda”. Mientras las mujeres no tengan una posibilidad económica, no cambiará la situación. Ese factor ha sido el que muchas veces las ha mantenido con sus parejas, aun a costa de la violencia. Hoy existe todo un  movimiento de pensión alimentaria. Y a mí me parece muy importante poner el acento en las deudas que tienen los hombres no solo con las mujeres, sino también con las infancias. 

—¿Cómo permeó a tu poesía tu propia formación y tu feminismo?

—Muy pocas veces hablo de mi abuela, ella falleció hace 11 años. Fue muy importante para mi acercamiento a los libros. Tenía un puesto en el mercado de la colonia Reforma, vendía queso. Siempre regresaba a la casa con su canasto colgando y un tarro.  Recuerdo que muchas veces llegaba con libros y revistas que había recogido de la basura. Fueron mis primeros libros, una colección de la SEP. Eso me marcó. Representa el lugar a donde a mí me gusta estar, desde donde me gusta escribir, porque no soy de las  personas que tuvo acceso a una biblioteca donde jalas los libros. Todo el mundo tiene una herida. Terapéuticamente, la mía tiene que ver con el abandono. Detrás de la casa de mi abuela había un ciruelar  y al subirse, la vista daba al camino. Poco después que mi padre se fue, me recuerdo muchas veces viendo ese camino y pensando que él iba a llegar. Alguna vez escribí una carta pidiendo que volviera.

—Lo planteas en uno de tus poemas.

—Sí. Creo que mucho de lo que escribo en este poemario tiene que ver con esa herida. Alguna vez César Elí García hizo una reseña de mi libro  y escribió que cuando la tierra nos separa puede ser en vertical por la gente que se muere o en horizontal por la gente que se va. Me gustó esa metáfora, creo que es así. Me agrada también mucho la frase que dice que cada quien se hizo feminista por su propia historia. Algo que aprendí  de las mujeres de mi familia es que han sido muy fuertes. Desde mi bisabuela, han conseguido una independencia económica. Ella fue comerciante, es una figura recurrente, tenía sus  vacas, y con sus chayotes y quesos se iba el mercado y traía dinero. A su modo, igual pasó con mi abuela, mi mamá y mis tías. 

—Eso sigue, ¿no?, en las calles de Oaxaca siempre encuentras a las mujeres expendiendo sus productos de su huerto casero, no es anecdótico, como pueden pensar los turistas, los funcionarios y no pocos intelectuales y artistas, es una forma de ser, de vivir.

—Sí… — responde— y como que las mujeres no entendimos muchas veces que nos podíamos ir, que teníamos esa posibilidad, porque siempre estábamos —o estamos— en la idea de que había que estar en pareja.  Pero hoy eso se está resquebrajando. 

“En mis poemas, sí, me tiro al piso —acota—, pero también los atraviesa mi intención de decir que uno se tiene que levantar, que no puedes quedarte ahí: de todo eso que se hizo mierda, uno sale, y lo hace de otra manera. Después que tocar ciertos fondos, ya la vida no te tira con cualquier viento. 

Proceso terapéutico

—¿Cuándo iniciaste tu poemario?

—Tengo 36 años, empecé a escribir los poemas como a los 19. En ese momento no me planteé un libro. Había inquietudes, fui a algún taller, lo dejé porque tenía que chambear. Trabajé como año y medio en un motel.

—También mencionas eso en otro poema.

—Sí. Mi trabajo es Consorcio Oaxaca. Para ahí escribí un folleto que se llama Voces de la valentía, que es de mujeres recamareras, porque después que mi papá se fue, mi mamá fue recámarera. Casi toda su vida lo fue.

Cuando tenía 18 años, Nallely Tello escribió una novela. La perdió. Cuenta que muchos de los poemas que conforman La tierra que nos separa tenían la intención conformar el perfil de los personajes de aquella obra, a ver si de casualidad podía recobrarla, pero ya no fue posible.

El poemario también lo publicó porque venía de hacer mucho trabajo de coordinación de informes de feminicidio durante más de diez años, y se dio cuenta que siempre se escondía, que no publicaba para no exponerse.

“Aumenté y desaparecí muchos textos. Mi libro salió en marzo de 2020. Vino la pandemia. Hicimos una presentación virtual. Me han dicho cuándo lo presentas, y yo digo ya no.  Tengo eso de esconderme en otra gente, ese miedo a ser vista, porque tiene sus cosas muy chidas, pero también sus cosas muy jodidas. No estaba tan segura de poder con eso. El proceso terapéutico fue algo así como decirme:  por qué no haces algo salga como salga, será tuyo y lo vas a tener que defender sin esconderte detrás de nadie más, yo venía de una separación…

—El desamor que también manifiestas en un poema.

—Sí, sí… y pues ahí dije: voy a terminar este libro. Le comenté a Israel García Reyes, a quien tengo rato conociendo y era de los pocos que sabía que escribía. Me preguntó cuántos poemas tenía —sumaba 25 en ese momento— y me dijo que completara cuarenta. Menciono aquí a otro amigo: Dionicio Martínez. Cuando tenía 22 años, quise pintar y fui a un taller con el maestro Demetrio Barrita: obviamente fracasé, pero ahí conocí a Dionicio. Me regaló la imagen que es la tapa del libro: la imagen “Dos de los 500 pájaros de Günter Grass”. 

—Es muy fuerte eso de estar recibiendo información de los feminicidios tanto tiempo en Consorcio.

—Yo pienso que no se alcanza a dimensionar lo que significa el trabajo de registro de feminicidios para quien lo hace y para todas las activistas y las jóvenes que viven con la rabia por todo lo que sucede. Obviamente te siembra miedo y un montón de coraje.  Estuve en el registro de 2008 a 2019. Al principio, los casos tenían que ver más con armas punzocortantes, después vino el tránsito a las armas de fuego y ahora está la crueldad con la que se mata a las mujeres, con desollamiento y desmembramiento: es apabullante. Esto sucede con todo y los avances que hay en términos de legislación. Al final, las leyes tienen que encarnar para que la gente les encuentre sentido y las aplique, pero mientras, todo sigue siendo discurso, a quienes están en el gobierno no les interesa. Además, al final todos mamamos del  sistema y seguimos reproduciendo ciertas prácticas. Estamos en un límite muy cabrón.

“Son muy altos los niveles de frustración que se generan en la gente que llevamos muchos años en esto, pues solo miramos cómo ascienden los números. Un camino es decir esto ya valió madres.  Pero no, yo creo que algo hemos hecho bien los movimientos feministas porque esa ola de violencia es una respuesta a los avances. Hemos logrado tanto, que el nivel de respuesta tiene tal nivel de violencia. Estamos en los bordes”, asienta.

Visibilizar lo colectivo

—Si de por si es difícil publicar en Oaxaca, lo es todavía más para las mujeres, pero como que se está presentando una especie de movimiento editorial y escritural, una manera distinta de publicar y comercializar, más allá del dominio de las empresas y los grupos, las mafiecillas culturales— se le plantea.

—Hay muchas editoriales. Y eso está chido. Se descentraliza la edición y también qué cosas son publicables y qué no para cada quien. Se abren posibilidades para las lectoras y los lectores. Ya no estamos en los tiempos en que alguien diga: tienes que leer esto, cada quien tiene la posibilidad de elegir.

“Existen propuestas muy valientes, vocaciones suicidas, mucha garra, mucha hambre, hay propuestas más solidas, otras menos, muchas visiones.  Pienso que hay que tener la mirada del suelo que se pisa o quiere pisar. Si aunque lo niegue, uno está mirando un grupo, buscando ser reconocido y valorado por él, se debe tener cuidado con las trampas que uno mismo se pone, eso de querer ser reconocido, que ese grupo te considere literato, que te claves en esa onda. Pero si no te interesa eso y te dices a ti mismo que lo que estás haciendo vale la pena porque es tu propuesta, si piensas que a lo mejor no te van a leer los de ese grupo, pero sí otros, eso me parece chido. 

Nallely Tello dice que es muy romántica, aunque no lo parezca, y que apuesta por un proyecto editorial donde la figura no sea el autor, sino lo colectivo. “Hay que visibilizar lo colectivo que hay detrás de los libros, apostarle a esa dimensión sin que nadie borre a nadie”, especifica. 

—En Oaxaca se aprende que la cultura es milenaria, centenaria, que se respira en el ambiente, y no solo una práctica de un nivel alto, jerárquico, de élites e instituciones culturales o círculos artísticos o incluso espacios geográficos, y aquella es una tendencia que está creciendo.

—Hay muchas fuerzas luchando. Después de la pandemia, mucha gente está endeudadísima, el nivel adquisitivo ha bajado mucho. Hace años, en el Colectivo Editorial Pez en el Árbol editamos el libro El patriarcado del salario, de Silvia Federici, donde la autora dice la frase “lo que ustedes llaman amor, nosotros le llamamos trabajo no pagado”. Me di cuenta que estábamos haciendo eso en el colectivo: «esto es nuestro trabajo, nuestro aporte, y al mismo tiempo nos estamos poniendo en un tema de sobreexplotación», pensé. Por eso en los últimos años hemos venimos realizando un reajuste en el que nos hemos planteado: bueno, efectivamente, no estamos en condiciones de que este proyecto editorial nos dé sueldos a todos, pero aunque no sea el salario que merecemos, al menos debe haber una retribución. Si no, aunque no en términos de pareja, sí en términos de una relación de proyecto político, estaríamos reproduciendo eso de que en nombre del amor no cobremos nada.

Después de 33 años en el oficio, me identifico como un informador, un periodista sin etiquetas. Concibo al periodismo como una vocación de servicio y responsabilidad social.

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