Los prejuicios lingüísticos del poder

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Joaquín Galván

En retrospectiva, he tratado de encontrar algún episodio frontal de un acto de  discriminación hacia mi persona desde la infancia. Durante mucho tiempo sostuve que nunca había sufrido un acto concreto o individualizado de discriminación hacia mí de la forma en que muchas otras personas me narraban sus experiencias lamentables de violencias a causa de su origen, color de piel o preferencia sexual.

Yo crecí en una comunidad indígena de nombre Ayutla Mixe Tukyo´m, donde se habla la lengua ayuujk o mixe, en la sierra norte de Oaxaca, y estuve ahí hasta la secundaria.  Para poder estudiar la preparatoria tuve que salir de mi comunidad y fue cuando empecé a estar expuesto a otras realidades de manera frontal. Ahí fue cuando me di cuenta que yo no pronunciaba muchas palabras en español apropiadamente o al menos eso me decían los compañeros o maestros cuando me escuchaban hablar. Si bien, mis padres son hablantes de la lengua ayuujk de mi pueblo, también hablaban español, y así decidieron formarme en español (por supuesto, tomaron esta decisión como producto de la discriminación sistemática hacia el monolingüismo indígena). Regresando al punto de lo que sucedió en la preparatoria, recuerdo que decir “tortía” en lugar de “tortilla”, “poio” en lugar de “pollo” ocasionaba una discreta carcajada en mis compañeros y me decían que lo pronunciaba mal, que no estaba pronunciando la doble ele “ll”. Me costó mucho trabajo adaptarme a la pronunciación de la ll y a veces hasta hoy aún hay momentos en que no la pronuncio. 

Así formé un pequeño trauma que me orillaba a tratar de tener una dicción del español debida y lo más occidentalizada posible para evitar esas carcajadas sutiles de mis interlocutores en una conversación. A partir de darme cuenta que mi español no era “el correcto español” me esforcé mucho en tratar de que mis padres corrigieran su español, en primera porque el español que me enseñaron no era aceptado social ni académicamente y en segundo lugar, para evitarles esa carcajada que los hiciera sentir  mal si platicaban con “gente de fuera”. Así, me dediqué varios años a tratar de corregirles su español, por su bien. 

Nunca había profundizado en la razón por la cual yo no pronunciaba la doble ele, solo asumí que por ignorancia y además por una ignorancia heredada, hasta que un día revisando un libro escrito en letra ayuujk me percaté que ninguna palabra en ayuujk tenía un fonema similar a la doble ele. Mi papá y mi mamá habían estado expuestos toda su vida a una lengua materna indígena que no incluía su pronunciación, un fenómeno similar al que sucede por ejemplo con las personas que tienen por lengua materna al chino mandarin y que se les complica pronunciar la erre (rr). Entonces entendí que detrás existía un fenómeno fonético como el hecho de que ellos no tienen un fonema similar a la erre en su idioma como los ayuujk no lo tenemos con la doble ele y otros sonidos. Aquí me llamó muchísimo la atención cómo socialmente y académicamente se tiene más aceptada y tolerada la pronunciación en español de un chino mandarín que la de una persona indígena y lo mismo pasa con extranjeros estadounidenses, franceses o italianos a los que no se les va exigiendo por todos lados que “hablen bien el español”. Pienso que debe ser muy violento obligar a una persona de origen chino a pronunciar la r, al menos yo no lo haría. Después encontré la frase de la lingüista Violeta Vázquez Rojas que dice: “A una lingüista no le preguntes como se debe decir una palabra, lingüista es la que te pregunta ¿Cómo le dices tú? Y le interesa” (Vázquez Rojas, 2017). 

A partir de esa experiencia pude percatarme de cómo el juicio de “hablar bien” puede estar atravesado por una mezcla de discriminación histórica, por las hegemonías culturales, políticas y monolingüistas y no necesariamente por un análisis lingüístico, porque la lingüística no establece quién habla bien y quién no, sino que analiza fenómenos lingüísticos tan distintos que finalmente cumplen con la función de comunicar. Desde entonces, me dediqué a dejar de tratar de hablar bien y empecé a preocuparme a comunicar mejor, que no es lo mismo.  Desde entonces entendí que mi papá y mi mamá no hablaban mal el español, sino que tenían un español propio, construido a través de su lectura del mundo a partir de su primera lengua: el ayuujk, al que adaptaron su sistema del habla español, porque el mundo dominante los obligó a hacerlo para sobrevivir. Entendí que si como producto de la colonización se crearon fenómenos sincretistas en lo religioso, la lengua por supuesto no iba a estar ajena a un fenómeno similar, a un sincretismo lingüístico, por decirlo de alguna forma.

Detrás de las sutiles carcajadas que había en la bien intencionada corrección de mis compañeros de preparatoria cuando yo pronunciaba <<tortia>> y no <<tortilla>>, había una incomprensión del por qué sucedía, que no tomaba en cuenta mi tradición fonética y en la que predominó un juicio de valor sobre lo correcto y no correcto al hablar. Esa incomprensión ya conformaba un fenómeno de discriminación, sutil pero perceptible, con consecuencias directas sobre mi necesidad de “hablar bien” y sobre la validación que buscaba en la arbitraria academia y la sociedad no indígena sobre mi español, un español de resistencia, un español indígena, porque lo que se considera “hablar bien” también lo dictamina el poder y sus prejuicios.

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1 comentario

Yola Cañedo

mayo 16, 2023

Extraordinaria forma de escribir y esclarecer con contundencia, qué es el hablar “correctamente”
Muy agradecida con el aprendizaje recibido.
Gracias Joaquín Galván y Violeta Vazauez por difundir.

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Jorge Romero Calderón

mayo 22, 2023

Gracias por tu exposición, que muestra la realidad; la incultura de la mayoría.

Recibe un abrazo fraterno .

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