Fin: sombras áureas al final de una vida

Rodrigo Landau

En julio pasado vi en Buenos Aires una obra de teatro de sombras titulada Fin, escrita, producida, actuada y operada por la artista argentina Sonia A. García o Cosmonautas Teatro de Sombras, como también gusta identificarse, avecindada en Oaxaca, México, donde varias veces la vi con su cámara de proyecciones ofreciendo pequeñas historias visuales, recortes en movimiento, humanos y animales, acompañadas de su voz y de una música esencial al montaje de todos esos elementos. 

En Pandemia, año 2020, una de mis primeras salidas al centro histórico de esa ciudad febril y reproductiva, fue para asistir al espacio del artista local Oscar Tanat, una pequeña y cálida sala a un costado de la imponente iglesia de Santo Domingo, donde se presentaría la artista con una obra en su peculiar estilo. Recuerdo la atención espléndida, llena de curiosidad y asombro, de un niño pequeño en brazos de su madre. Los miraba de soslayo durante la función, contemplando ese otro espectáculo: la mirada limpia de un niño ante algo nuevo, donde yo mismo fui sorprendido por la magia —cabe aquí esa palabra descalcificada de tanto uso cliché— del teatro de sombras.

En Fin el despliegue es distinto, ya que la obra requiere un espacio adecuado para una escenografía de amplias telas y diversos ángulos, así como para el desenvolvimiento de la artista alrededor de este emplazamiento y de un violinista que completa con su ejecución el desarrollo de los cuadros.

La obra nos introduce en el mundo de una anciana que se acerca al fin de sus días y que es confrontada por dos pájaros que la visitan en su lecho de muerte. Encarnan, respectivamente, el olvido y la memoria. El pájaro del olvido acecha a la mujer, picoteando sus recuerdos hasta sangrar. El pájaro de la memoria la protege y calma en un fluir de acontecimientos evocados en las sábanas del reflejo. Alrededor de la proyección el músico Javier Celis, nacido en Oaxaca, camina y ejecuta en vivo una serie de piezas.

La experiencia estética de Fin me hizo recordar, durante y después de la función, una idea clave del pensador alemán de origen judío Walter Benjamin: el aura. Benjamin plantea que a partir de la fotografía y luego del cine, la obra de arte se transformó radicalmente a causa de la producción tecnificada y masiva que ambas herramientas trajeron consigo. Las artes previas a la revolución técnica de la amplificación al infinito de cualquier mercancía, poseen aun lo que Benjamin define como aura: «aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar». 

Benjamin ubica al teatro dentro de las disciplinas artísticas que trabajan con el aura: «Nada hay, en efecto, como el escenario teatral, que sea más decididamente opuesto a una obra de arte tomada ya completamente por la reproducción técnica o, más aun –como en el cine–, resultante de ella».

Ver una obra de teatro en youtube es deprimente. Leer un texto dramatúrgico de alguna manera también decepciona, porque en el fondo sabes que toda esa letra está ahí para ser llevada a la acción en un escenario. Un texto literario, que no teatral, debe su aura al acontecimiento único de la experiencia lectora: uno a uno con el libro, ese invento medieval que muchos apresuradamente daban por muerto hace unas décadas. Las artes plásticas siguen produciendo piezas únicas. La danza, la arquitectura, convocan la presencia. También la música, con toda la tecnología de producción y reproducción que esta actividad artística absorbe durante el siglo XX, invita a su experiencia directa.

Es fácil advertir, entonces, por qué Fin me remitía a Benjamin y a su concepto de aura, consignado en un libro capital para la comprensión del arte en la modernidad: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.

Pero había algo más en Fin, en el conjunto de técnicas desplegadas sobre el escenario: focos, telas, micas, relato, voz, proyector, música en vivo, figuras, dibujos, fotografías, y en especial, la presencia no disimulada de la multi operadora, la artista en escena, una «sombrista», visible ante el público, como si nos dijera, a la manera del teatro de Brecht o de la célebre frase de Baudelaire en Las flores del mal (¡hipócrita lector!): ESTO ES UN ARTIFICIO, UN MONTAJE, ¡ARRIBA LAS MANOS QUE SERÁN ASALTADOS!

Fin no oculta su procedimiento, sus bambalinas están frente a nosotros, como si un prestidigitador nos enseñara sus trucos para robar sin ser descubierto. No obstante, aún advertidos del mecanismo, transparente ante nosotros, el efecto «artístico» nos envuelve, cedemos nuestra parte en el pacto de ficción y nos abandonamos a la historia, nos entregamos al resplandor de ese hecho único, a su cercanía que nos reenvía lejos, como plantea el concepto de aura benjaminiano.

Fin —el teatro de sombras en general, pienso— tiene algo de la insigne alegoría de la caverna de Platón: un grupo de hombres pasa su vida atada frente a una muralla donde se proyectan las sombras de un fuego ubicado a sus espaldas. Uno de ellos logra zafar de las cadenas y sale a la superficie. Lo que siempre creyó como verdadero, las sombras en el muro, se revela falso: inercia de la condición esclava.

En el caso del teatro, y del teatro de sombras en particular, ingresamos a la caverna, el espacio teatral, no para seguir esclavos de la percepción corriente del mundo externo, sino para recibir un acontecimiento singular, un trabajo, una obra de arte, una condensación de maniobras allí desplegadas, cuyo propósito, pienso, es liberar algo en el espectador, llevarlo a una revelación, a una cierta verdad. En el teatro-caverna-de sombras el signo se invierte, pero la intención liberadora es la misma.

El argumento de Fin es simple: una mujer a punto de morir repasa su vida y dos pájaros simbolizan el devenir de sus recuerdos. Hay dolor en el olvido y esperanza en la memoria, que restituye momentos felices. Esta polaridad enfática entre memoria y olvido marca un binarismo que los procesos reminiscentes suelen borrar, donde muchas veces el olvido es un bálsamo y la memoria un veneno. Pero entiendo la pedagogía de Fin como una obra que, en este sentido, contiene una voluntad didáctica. Su punto más alto, desde mi punto de vista, está en el despliegue escénico de diversas técnicas que los espectadores pueden observar, como si tuviéramos acceso a las entrañas de un proceso creativo, mientras éste se abre y muestra ante nosotros.

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